La actividad de máxima rentabilidad

"Un denominador común aplicable a todas las personas y grupos de trabajo: la actividad de máxima rentabilidad consiste en planificar"

Sorprendentemente, uno de los aspectos de lógica más aplastante a la hora de analizar el rendimiento de un puesto y su incidencia en los resultados del negocio, es tenido muy poco en cuenta. Se trata del concepto de actividad de alta rentabilidad. Constituye un vector tan útil como moldeable y adaptable a la filosofía que inspire a cada empresa, y perfectamente aplicable a autónomos, profesionales, directivos o empresarios de diverso perfil.

Puede utilizarse con gran eficacia en orden a definir una estrategia y establecer unas prioridades de acción. Ayuda sobremanera a ejecutar el plan en la gestión del tiempo de cada día. Proporciona, finalmente, un criterio preciso para decidir y un patrón de medida perfecto cuando se examina y evalúa el desempeño en busca de acciones de mejora.

A mayor identificación y desarrollo en torno a las actividades de alta rentabilidad:

-El autónomo se asegura definir y escoger las tareas que le facilitan la consecución de resultados y la decisión de sus descartes.

-El profesional es capaz de experimentar y demostrar que es un trabajador orientado a metas y que su valor supera con creces el coste del puesto.

-El directivo secciona su área en líneas de trabajo y proyectos que puede medir de forma tangible, comprobando su aportación concreta a los objetivos de la empresa.

-El empresario puede visualizar y enlazar fortalezas y zonas de oportunidad en sus empleados, en sus productos, en sus servicios y en su imagen de marca, ganando valor añadido en la trazabilidad o en los flujos de tareas, y minimizando las zonas de merma o pérdida.

De mi experiencia colaborando con empresas y profesionales en procesos de impulso y revitalización de su actividad, consolidando las mejoras en sus organigramas y estructuras de trabajo, concluyo en un denominador común aplicable a todas las personas y grupos de trabajo: la actividad de máxima rentabilidad consiste en planificar.

Ciertamente, todos podemos aducir otras actividades de alta rentabilidad como inmediatamente causantes de los resultados que perseguimos. Son las que pueden acrecentar directamente un número de cierres en la venta, las que provocan incremento inmediato de las unidades producidas en un tiempo determinado, las que facilitan unas compras más ventajosas reduciendo el coste de adquisición, e incluso las que proporcionan el aumento de los estándares de calidad en busca de un mayor margen comercial o de lograr recomendaciones estratégicas, referencias o reventas.

Detrás de esas actividades de alta rentabilidad más tangibles o de ejecución, está la actividad de máxima rentabilidad: la planificación. La planificación es como un principio vital que es capaz de descubrir, dinamizar y capitalizar todas las actividades de alta rentabilidad, generando una verdadera cultura en la empresa o en el negocio, dando a luz unos hábitos de gestión encaminados, no a multiplicar la burocracia y los costes indirectos, sino a purificar los procesos para aumentar los resultados netos, a la par que incorporando el perfeccionamiento y la calidad integral para las personas implicadas.

La planificación es a la actividad, lo que el cerebro al cuerpo humano. Fundamenta su jerarquía en la necesidad de procesar correctamente lo que se ha percibido. Destila los conceptos, hilvana los juicios, elabora los razonamientos, y, finalmente, toma las decisiones. Debe visualizar, almacenar y ordenar las claves para un quehacer exitoso, claves que llamamos actividades de alta rentabilidad. A la pregunta de ¿cómo planificas tu trabajo?, suele dibujarse una respuesta que evidencia una labor apresurada, muchas veces improvisada, reactiva y dependiente de los acontecimientos, en gran medida dirigida a la mera supervivencia y a la simple organización de tareas pendientes, urgencias autoprovocadas e imprevistos no reales, que, para colmo, se proyecta sobre un mapa muy pequeño, es decir, sobre un tiempo muy breve. Conviene detenerse a analizar, por contraste, aunque son evidentes a simple vista, las carencias y pérdidas que las personas y las organizaciones sufren a causa de no desarrollar conscientemente procesos lógicos de planificación en su sala de máquinas. Frecuentemente, sólo reaccionamos cuando ponemos de relieve de forma muy intensa las oportunidades que estamos dejando pasar o los perjuicios que estamos sufriendo, con sus dolorosas consecuencias.

La planificación cumple con su cometido cuando logra darle un sentido unidireccional a todo el organismo de la actividad -profesional, en este caso-, tratando de que nada contravenga y todo sume, corrigiendo, reformando, descubriendo, progresando siempre hacia el fin trazado. Aprovechando con naturalidad nuestras faltas. Mediante la planificación identificamos, seleccionamos, incorporamos, priorizamos, aumentamos la frecuencia y perfeccionamos el ejercicio de las actividades de alta rentabilidad, desarrollando en nosotros mismos y/o en nuestro equipo las cualidades indicadas para su práctica, y proveyéndonos de los medios necesarios para implementarlas.

Estructurar cómo van a hacer su planificación es uno de los cometidos más trascendentales para profesionales con responsabilidad, para directivos y para empresarios. De ello depende en gran parte el desarrollo de su potencial y el rendimiento de su área de competencias o de su empresa. Debemos lograr un mecanismo que funcione a modo de hábito, con momentos y días señalados para planificar, con una periodicidad adecuada al ritmo de trabajo. Resulta muy útil distribuir inteligentemente, clasificar y discriminar la materia que hay que llevar a la planificación. Hay que distinguir entre planificación a corto, generalmente desarrollada semanalmente en un tiempo limitado, más enfocada a la productividad y eficacia inmediatas, y la planificación estratégica, en que se analiza y se sopesa la marcha de las metas planteadas, se revisan los objetivos y se reflexiona al objeto de fortalecer los principios, los procesos, las herramientas de trabajo, la motivación del equipo, las claves de la comunicación, etc, desentrañando y encadenando los beneficios que se persiguen en esa interminable escalera del progreso. Es evidente que si no estructuramos, no priorizamos y no protegemos la actividad de máxima rentabilidad, ésta deja de serlo, y quedará, cuando no desaparecida, sí ahogada por la vorágine o contaminada por las inercias. Quizás diluida en el mundo de los buenos deseos e intenciones. Desnaturalizada, al cabo.

La agenda, como instrumento necesario de trabajo, que centraliza la reflexión hecha y canaliza el plan de acción, debe reclamar sus derechos. Es el elemento motriz y la herramienta que impulsa el rendimiento. Con ella comprometemos una voluntad certera para que suceda lo que queremos que pase, dominamos el tiempo, amaestramos el estrés, reducimos la incertidumbre, filtramos los imprevistos, evitamos las interrupciones, examinamos lo sucedido, comparamos periodos de tiempo, hacemos autocrítica, inspiramos acciones de mejora, dosificamos la exigencia, agrupamos la comunicación, clasificamos y fechamos las tareas pendientes, prevemos descansos y compensaciones, incorporamos a otras personas, contagiamos un estilo y fijamos un lenguaje común. En ella escribimos un guión que hemos visualizado previamente, plasmamos conscientemente labores que hemos determinado abordar en tiempos concretos y sobre las que hemos decidido actuar de un modo meditado y con una finalidad pensada. Cuando uno planifica, la agenda no es simplemente un recordatorio de citas inevitables, de compromisos inexcusables. Tampoco una síntesis de titulares abandonados a la improvisación del momento. Planificar implica asumir la responsabilidad de tomar una actitud proactiva, consciente, despierta, creativa, en pos de lograr unos objetivos muy superiores a rellenar un expediente, cumplir unos mínimos, ocupar unas horas o calentar una silla.

La planificación es una toma de decisiones que tienen su concreción y fijación en un tiempo determinado sobre el que se va a actuar. Esa planificación, esa toma de decisiones, comienza con una instrospección que requiere coraje. Es fundamental mirarse dentro para no llevarse a engaño pensando precipitadamente, para evitar que las determinaciones sean un plagio, una adaptación interesada pero artificial, una respuesta meramente parcial o transitoria, una falsa solución que no ataca las causas de un problema, sino que se contenta con atenuar sus consecuencias, una reacción casi refleja, propia de alguien que demuestra no ser libre. Para planificar de modo pleno, para decidir racionalmente en todo su alcance, tenemos que conocernos y reconocernos tal y como somos, deshaciéndonos del personaje que tal vez hayamos creado, quizás para eludir unas dificultades, para justificar unos fracasos, o, simplemente -como suele decirme un cliente muy querido- para “comprar paz”.

No nos limitemos. No nos resignemos a que suceda lo mismo, porque “es lo que hay”. Planificar es pensar para decidir sobre el tiempo, ese recurso que se nos escapa de las manos. El tiempo pasa, y nosotros con él. El tiempo nos proyecta inevitablemente hacia la eternidad. Hay que llegar hasta el fondo del ser en esa reflexión sobre nosotros mismos en relación con el tiempo, la coordenada temporal en que estamos inevitablemente insertos. Hay que enfrentarse a uno mismo sin contemplaciones, destilando sobre el papel los llantos de la razón y del corazón, para convertirlos en material para la voluntad y no dejarlos al viento que trae y lleva los pensamientos. Hay que aterrizar con lo permanente sobre las pistas del tiempo, bajando de lo volátil de las nubes que van y vienen. Hay que reaccionar, atronadoramente si hace falta, obrando según nuestra naturaleza, es decir, con libertad. Pero determinando en el sosiego y con sinceridad. Cuando, en la calma, sentimos interiormente que el tiempo corre, estamos en disposición de experimentar que somos seres contingentes, que necesitamos de otro para ser. Percibimos el inevitable agotamiento y final de todas las cosas materiales. Nuestra envoltura corporal se consume.

Esa planificación suele complicarse con mil fantasías cuando somos noveles o estamos apegados a lo efímero. Pero, por su sentido eminentemente práctico y previsor, no debe eludirse prefiriendo el autoengaño o la quimera. Planificar es prepararse para afrontar la realidad, buscando la claridad y la nitidez, buscando la verdad. Entonces esa planificación será tan satisfactoria como pensar en el porvenir sabiendo que la débil barca de la vida navega sobre aguas serenas, llevada por vientos tranquilos hacia un puerto venturoso. Porque, al fin y al cabo, planificar es determinar lo que hago con mi vida en un tiempo determinado, del que dispongo sin siquiera poder precisar su duración. No sé hasta dónde se extiende la travesía. Por eso el valor del tiempo, de cada minuto, es tal, que la rentabilidad de esa planificación es máxima. Es la apasionante antesala de la eternidad

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