La caída económica de Occidente

Durante más de veinticinco años, el mundo ha contemplado con asombro la habilidad de Estados Unidos para convertir la deuda en un borrón de responsabilidad: una solución rápida y repetida para guerras, recesiones, pandemias y crisis financieras.

Demócratas y republicanos han explotado esa palanca sin rubor; el Tesoro emitía, los mercados absorbían y la fe en el dólar mantenía el equilibrio. Cuando la deuda neta ronda ya el 100 % del ingreso nacional, esa fe empezó a parecer menos una garantía y más una apuesta temeraria. El mantra de que el mercado global siempre digerirá otra montaña de bonos se sustentó en tipos largos artificialmente bajos y en la idea de que el dólar era el refugio por antonomasia. Hoy, todo eso chirría.

Los mercados de bonos han dejado de ser complacientes. Las tasas a diez y treinta años han subido con violencia y, para un deudor del tamaño de Estados Unidos —con cerca de 37 billones de dólares de deuda bruta, equivalente a la suma de las demás grandes economías avanzadas— cada punto porcentual adicional en la tasa media supone 370.000 millones de dólares más en intereses anuales. En 2024, por ejemplo, el gasto en defensa ascendió a 850.000 millones de dólares; los pagos por intereses fueron incluso mayores: 880.000 millones. Cuando las agencias de calificación empezaron a rebajar la nota de la deuda estadounidense y los bancos centrales extranjeros se inquietaron, la complacencia se convirtió en nerviosismo. El sueño de volver pronto a los tipos ultrabajos de la última década se disuelve: la era de dinero muy barato puede que haya terminado.

No hay soluciones de escaparate. Culpabilizar a la Reserva Federal de todo es una trampa retórica: la Fed maneja la tasa de un día; las de largo plazo las fijan los mercados globales. Si estos anticipan inflación, exigen mayor rendimiento: la inflación inesperada es, esencialmente, un impago parcial en términos reales. Precisamente por eso existen bancos centrales independientes: para anclar expectativas y mantener bajas las tasas a largo plazo. Atacar esa independencia —o socavarla con nombramientos y presiones políticas— sólo encendería los costes de endeudamiento, no los reduciría.

La erosión de la confianza en la deuda estadounidense se lleva por delante a la otra gran ventaja de EE. UU.: el dólar como moneda de reserva. Durante décadas, esa hegemonía ofreció un descuento en el coste del crédito; ahora, con un país políticamente errático y endeudado hasta el vértigo, la divisa pierde muros. A corto plazo, bancos centrales y grandes inversores pueden limitar su exposición; a medio y largo plazo, el yuan, el euro o incluso innovaciones como ciertas criptomonedas podrían arañar cuota de mercado. Menos demanda extranjera empuja las tasas al alza y convierte la tarea de resolver la deuda en una cuesta empinada.

El debate interno no ayuda. Propuestas insólitas —como la insinuada en 2024 de un impago selectivo a tenedores extranjeros o gravar con un 20 % a ciertos inversores foráneos— han fracturado tabúes y sembrado alarma. El simple hecho de que se discutan estas vías muestra hasta qué punto Washington está dispuesto a explorar soluciones heterodoxas cuando la presión sube.

Las consecuencias posibles son conocidas: impago legal, inflación, represión financiera o austeridad. Ninguna es atractiva. La inflación puede actuar como un atajo doloroso para licuar deuda, pero tiene costes macroeconómicos y sociales enormes; la represión financiera —ordenar que bancos, pensiones y aseguradoras acumulen deuda pública, cerrar salidas de capital y controlar tasas— fue la receta de posguerra, pero estrangula el crecimiento a largo plazo y castiga ahorradores y consistencias del mercado. Y la austeridad en democracias recelosas es políticamente explosiva.

Aquí, sin embargo, aparece una pieza que muchos pasan por alto: Europa. Los males occidentales no son exclusivos de Estados Unidos; Europa afronta su propia encrucijada, con matices que agravan el panorama global. Los países más ricos están sobreendeudados y, en general, han tenido un pobre desempeño de crecimiento reciente. La inercia política lo complica: la población rehúsa la austeridad —como ilustra, en el texto original, la caída del primer ministro francés François Bayrou— y los gobernantes se ven atrapados entre la necesidad de ajuste y el coste político de hacerlo.

El caso del Reino Unido ejemplifica los dilemas concretos. Gran parte de su deuda está en bonos indexados a la inflación —los “linkers”— y la reciente escalada de precios ha disparado la factura de servicio de esa deuda. En junio, el Ejecutivo pagó cerca de 11.000 millones de libras en intereses por estos bonos, lo que representó alrededor del 63 % de sus costes de servicio de la deuda en ese mes. Los linkers en circulación, por un nominal cercano a los 423.000 millones, han visto su carga real aumentar en cifras del orden de los 254.000 millones por el efecto inflación. Peligroso, pero no necesariamente catastrófico: parte de esos temores son temporales. Muchos de esos bonos tienen cupones bajos —el linker de 2073, por ejemplo, se emitió con un cupón de apenas el 0,125 %— y el pico de costes puede resultar anómalo. Además, el Gobierno ha movido pieza: ajustar la medida de inflación de referencia (pasando a CPIH en 2030) podría recortar pagos futuros, y la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria prevé cierto ahorro con ese cambio.

Pero hay más. La represión financiera también aparece como opción política: un proyecto de ley sobre planes de pensiones que tramita el Parlamento británico contiene una cláusula que, en la práctica, podría permitir al Gobierno dirigir inversiones de fondos privados hacia gilts. Russell Napier y otros alertan de que este tipo de “mandato” puede crear un mercado cautivo que reduzca la rentabilidad real de la deuda, trasladando costes a los ahorradores y distorsionando la asignación de capital.

En el continente, la situación no es uniforme, pero la fragilidad existe. La eurozona tiene sus propias defensas —como mostró Mario Draghi en julio de 2012, cuando prometió hacer “todo lo necesario” para mantener la unión monetaria—, y esa intervención del BCE cambió el juego entonces. Algunos economistas, como Thomas Mayer, sostienen que la UE acudirá en ayuda de países en apuros como Francia, porque la estabilidad política y militar del bloque depende de ello: bajo mandatos como el de Friedrich Merz en Alemania, la resistencia a la deuda se ha relajado y la opción de mecanismos de deuda común (eurobonos) vuelve a estar sobre la mesa. Francia, segunda economía de la zona euro, exhibe problemas que recuerdan a crisis pasadas: deuda elevada, malestar social y falta de consenso fiscal. Si la eurozona decide mutualizar parte del riesgo, podría ganar tiempo; si no, las tensiones nacionales podrían amplificarse.

La historia enseña lecciones incómodas sobre compromisos antiinflacionarios: desde el patrón oro hasta tipos de cambio fijos, amarrar la moneda a algo externo reduce la tentación de inflar la deuda, pero también deja poca flexibilidad frente a shocks. México y Argentina ofrecen advertencias clásicas: en 1994 la fuerte devaluación del peso tras romper la paridad desencadenó una crisis que obligó a rescates; Argentina, en 2001, sufrió un default masivo tras abandonar la paridad con el dólar. La creación del euro intentó ofrecer una disciplina similar al patrón oro; pero esa rigidez también expuso a países como Grecia cuando la política doméstica y la deuda chocaron.

En suma, en ningún rincón de Occidente faltan incentivos para intentar inflar o “administrar” la deuda mediante soluciones no convencionales. Los compromisos contra la inflación varían: desde la independencia formal de los bancos centrales hasta ataduras más drásticas como la adopción de una moneda extranjera o controles de capital. Las experiencias históricas muestran que las promesas absolutas pueden volverse trampas: tras la hiperinflación alemana de los años veinte vinieron compromisos monetarios que, décadas después, resultaron insuficientes ante nuevos shocks.

Que estos riesgos se materialicen en crisis soberanas europeas es una posibilidad, pero no una certeza. Los temores a menudo se exageran; los pagos asociados a bonos indexados pueden ser puntuales y ajustables; y los gobiernos disponen de palancas —desde cambios técnicos en índices hasta reformas fiscales y, si fuera necesario, mecanismos comunitarios— que atenúan el golpe. Aun así, la confluencia de deuda alta, crecimiento débil, presiones políticas y shocks externos convierte el horizonte en un campo minado para la ortodoxia económica.

El resultado probable, si no se actúa con sensatez fiscal y con un consenso político sólido, es una era menos gloriosa para las finanzas occidentales: más inflación de la que conviene, represión financiera para domesticar los costes del servicio de la deuda, o improvisaciones institucionales para canalizar el ahorro hacia los Estados. Ninguna de estas salidas es inocua; todas minan el tejido económico que sostiene la influencia global —sea ésta la capacidad militar, la solidez del sistema financiero o el propio estatus de la moneda de reserva.

Con todo, lo más inquietante no es una cifra concreta, sino la pérdida de margen. Occidente —Estados Unidos al frente, Europa detrás— ha quemado muchas de sus balas fiscales y políticas cuando más las necesitaría. La pregunta central no es ya si una gran crisis estallará, sino cuándo y con qué coste: la historia muestra que las naciones que se aferran a deudas crecientes sin reparar en las consecuencias terminan, tarde o temprano, perdiendo su posición en la jerarquía global. España en el siglo XVI, los Países Bajos en el XVII o el Reino Unido en el XIX no fueron inmunes a esa lógica; Occidente contemporáneo podría estar escribiendo un capítulo similar si no se devuelve a la prudencia y a la claridad de propósito.

Dr. Ismael Santiago. Universidad de Sevilla.

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