El mejor aceite de oliva del mundo

De las raíces antiguas a la cima de la gastronomía: un recorrido por la historia y los territorios del oro líquido español.

El aceite de oliva es más que un alimento; es historia líquida, un testigo silente del devenir de civilizaciones enteras.

En el principio fue el olivo, y con él, la paciencia del agricultor que aprendió a domeñar su fruto. Su origen se pierde en la bruma de los tiempos, pero sabemos que ya crecía hace más de seis mil años en las colinas de Creta y las riberas del Éufrates, donde fue considerado un don de los dioses. En este viaje descubriremos dónde se encuentra el mejor aceite de oliva del mundo.

En las tierras ardientes de Oriente Medio, donde los fenicios tejían rutas comerciales como venas de un imperio, el olivo encontró su primer refugio.

Allí comenzó su lento peregrinaje. Desde Fenicia, sus ramas alcanzaron Egipto, donde el aceite era sagrado en los rituales funerarios de los faraones. De allí pasó a Grecia, donde se convirtió en símbolo de sabiduría y prosperidad, y a Roma, donde el aceite de Hispania conquistó los mercados imperiales.

Con el tiempo, navegando en ánforas bien selladas y cruzando el mar impasible, su esencia llegó a la península ibérica, una tierra destinada a ser su mayor tributo. Aquí, en suelos bañados por el sol y acariciados por el viento, el olivo encontró su morada definitiva. Desde entonces, generación tras generación ha trabajado la tierra con la misma devoción, perfeccionando las técnicas y protegiendo sus árboles centenarios. En cada cosecha, se renueva el milagro de producir el mejor aceite de oliva del mundo.

El legado romano y el oro líquido de Hispania

La historia del aceite en Hispania está grabada en piedra, en ánforas y en mosaicos que aún hoy resisten el paso del tiempo. Los fenicios trajeron los primeros olivos a la península alrededor del siglo XI a.C., pero fueron los romanos quienes convirtieron estas tierras en un emporio oleícola sin igual. Desde las colinas de la Bética, el aceite viajaba en ánforas hasta los puertos de Ostia y Roma, donde se distribuía por todo el Imperio. El Monte Testaccio, en la capital imperial, guarda todavía los restos de miles de estas ánforas hispanas, testigos silenciosos de un comercio floreciente. En el siglo II d.C., bajo el gobierno de Adriano y Antonino Pío, los aceites de Hispania superaban en calidad a los de la mismísima Italia, convirtiéndose en el estándar de excelencia de la época.

Los romanos, astutos y ambiciosos, no tardaron en valorar la calidad excepcional del aceite hispano, integrándolo en su vasto comercio imperial. En la Bética, el oro líquido corría con la misma naturalidad que el Tíber. El Monte Testaccio, un túmulo de ánforas rotas en la capital imperial, es un testimonio tangible del comercio hispano del aceite. En sus entrañas aún reposan los vestigios de la hegemonía oleícola de Hispania, reflejo de un comercio que abasteció a Roma durante siglos.

El esplendor del aceite en la Hispania romana

Las villas romanas de la Bética eran templos del aceite. En sus mosaicos, esclavos y jornaleros trabajaban los lagares, prensando aceitunas con la paciencia de los siglos. El aceite hispano era venerado en el Foro, consumido con avidez en los banquetes patricios y convertido en lámparas de fuego tenue en las largas noches de la Urbe.

Con la llegada de los musulmanes, la olivicultura se afianzó en la península. Regadíos precisos, técnicas avanzadas y un refinamiento en los métodos de extracción elevaron la producción a cotas insospechadas. Los monjes medievales heredaron la sabiduría árabe y la preservaron en los monasterios, donde el aceite continuó siendo símbolo de fe y alimento sagrado. España, por derecho y por destino, se convirtió en la patria indiscutible del mejor aceite de oliva del mundo.

Un viaje por la tierra del mejor aceite de oliva del mundo

Para comprender la grandeza del aceite español, hay que recorrer sus tierras, adentrarse en sus paisajes y sentir el aroma de sus almazaras. La ruta comienza en Ciudad Real, en el Campo de Calatrava, donde los campos de lava solidificada nutren olivos de tronco retorcido y raíces firmes. Aquí, entre Aldea del Rey y Almagro, nace un aceite recio y perfumado, quizás el mejor aceite de oliva del mundo, con la nobleza de la cornicabra y la intensidad de la picual.

Siguiendo los senderos de Castilla, llegamos a los Montes de Toledo, donde la historia se enreda con las raíces de los olivos centenarios. Se dice que los visigodos ya cultivaban aquí olivos para abastecer sus monasterios y palacios.

Con la llegada de los musulmanes, la zona se convirtió en un referente de la producción aceitera.

Cuando Alfonso VI reconquistó Toledo en 1085, los olivares sobrevivieron a las guerras y siguieron produciendo el aceite que hoy, siglos después, muchos consideran el mejor aceite de oliva del mundo. que en tiempos medievales iluminaba catedrales y protegía las espadas de la herrumbre. donde los olivares centenarios desafían al tiempo. En estos campos, la variedad cornicabra impone su carácter con un aceite denso, untuoso, de regusto almendrado que se adhiere al paladar como un recuerdo imborrable. Más adelante, el Campo de Montiel, tierra quijotesca, ofrece un elixir de arbequina, picual, cornicabra y manzanilla, un homenaje a la diversidad.

Madrid, siempre sorprendente, también tiene su oro verde. En La Campiña y Las Vegas, la cornicabra y la manzanilla se mezclan con variedades exóticas como la verdeja y la gordal, componiendo un aceite vibrante y complejo.

La Alcarria, con sus bancales centenarios, es un refugio de la aceituna castellana, cuyo aceite fragante evoca la dulzura de los panales que también caracterizan la región.

Cataluña y el legado medieval del olivo

La ruta nos lleva a Cataluña, una tierra donde los olivos han echado raíces profundas desde tiempos inmemoriales. En Siurana, tierra de castillos y batallas, los olivos arraigaron en tiempos de Carlomagno, cuando los francos repoblaron la región tras la reconquista cristiana. Se dice que fueron los monjes benedictinos quienes impulsaron la expansión del olivo en estas tierras, convencidos de sus propiedades tanto para la alimentación como para la vida espiritual.

Documentos del siglo XII mencionan ya el cultivo de la arbequina, una de las variedades más apreciadas, cuyo nombre proviene de la villa de Arbeca.

Fue en el siglo XVIII cuando los duques de Medinaceli fomentaron su cultivo en mayor escala, logrando que su fama trascendiera fronteras. Desde entonces, la arbequina ha sido sinónimo de delicadeza y equilibrio, una variedad que muchos consideran clave en la producción del mejor aceite de oliva del mundo.

En las abruptas laderas del Priorat, los olivos crecen aferrados a la tierra, expuestos a la brisa mediterránea que les confiere un carácter único. Las variedades arbequina, royal y morrut se combinan para ofrecer un aceite ligero, de aromas frescos y notas almendradas. Al oeste, en el Bajo Aragón, los olivares resisten en un paisaje más árido, donde la variedad empeltre domina, dando lugar a un aceite suave, de textura sedosa y reminiscencias de almendra y fruta madura. No cabe duda de que, en estas tierras, cada gota de aceite destila siglos de historia y saber tradicional, reafirmando su puesto entre los más finos y apreciados aceites de oliva del mundo.

La Comunitat Valenciana y los olivos milenarios

Descendemos a la Comunitat Valenciana, donde el olivo echa raíces desde la época de los íberos. Ya entonces, sus frutos y aceites formaban parte de rituales y alimentación. Con los romanos, la producción se intensificó y desarrollaron rutas comerciales hacia la metrópoli imperial. Más tarde, bajo dominio musulmán, se perfeccionaron las técnicas de cultivo y extracción. Innovaciones que aún hoy perduran en las almazaras de la región.

En Castellón, aún resisten olivos milenarios, algunos con más de dos mil años. Son testigos vivos de un legado que ha desafiado el paso del tiempo. La manzanilla Villalonga, la blanqueta, la farga y la serrana de Espadán dan identidad al aceite valenciano. Sus sabores oscilan entre la dulzura y el amargor, reflejando el territorio bañado por sol y brisa mediterránea.

Este aceite es fruto del esfuerzo de generaciones. Ha sobrevivido guerras, conquistas y cambios de civilización. Ha evolucionado sin perder su esencia. Hoy, se consolida como un firme aspirante a ser el mejor aceite de oliva del mundo.

Las Islas Baleares y su esencia mediterránea

Las Islas Baleares nos reciben con su brisa salobre, impregnada del aroma de los olivares que han resistido siglos de historia. En Mallorca, el aceite de empeltre, arbequina y picual adquiere matices únicos, moldeados por la humedad del Mediterráneo y la influencia de los vientos marinos. Estos aceites poseen una fragancia sutil con notas herbáceas y frutales, que evocan la frescura del entorno insular.

La tradición olivarera de las islas se remonta a la época romana, cuando las primeras plantaciones comenzaron a florecer bajo la influencia del comercio marítimo.

La geografía accidentada de la isla y su clima templado favorecieron un cultivo resiliente, adaptado a la salinidad y a los suelos calcáreos. Más tarde, durante la dominación musulmana, se introdujeron mejoras en los sistemas de regadío y prensado, lo que permitió una producción más estable y refinada.

Hoy en día, los aceites de Mallorca se distinguen por su equilibrio entre dulzura y amargor, con una textura suave que refleja la influencia del clima isleño. Sus sabores varían entre notas almendradas y toques verdes, con un final levemente picante que los hace inconfundibles. En las fincas históricas de la isla, algunos olivos centenarios siguen produciendo frutos, perpetuando una herencia agrícola que ha sobrevivido siglos de cambios políticos y culturales. Cada gota de este aceite es un testimonio del tiempo, una joya líquida que refleja la esencia del Mediterráneo.

Andalucía: El alma del olivar español

Andalucía, tierra de sol inclemente y lomas interminables, es el corazón del aceite de oliva en España. Desde tiempos remotos, ha sido un paraíso para el olivo. Sus primeros vestigios datan de la época fenicia, cuando el comercio mediterráneo trajo este árbol milenario. Más tarde, los romanos establecieron un sistema agrícola eficiente y exportaron el aceite bético a todo el Imperio. Prueba de ello es el Monte Testaccio en Roma, donde se hallaron restos de ánforas con aceite de la Bética.

Con la llegada de los árabes, el cultivo del olivo se perfeccionó aún más. Introdujeron mejoras en riego y prensado, consolidando a Andalucía como líder mundial en producción aceitera.

Las sierras de Jaén son el siguiente destino. En Sierra de Cazorla, tierra de fortines y pasos de montaña, los olivos han sido testigos de la historia. Los romanos impulsaron su cultivo intensivo, pero fueron los musulmanes quienes optimizaron la producción. En el siglo XIX, la industrialización de los molinos y la mecanización del proceso de extracción hicieron de Jaén la catedral mundial del aceite, un título que aún ostenta. Aquí domina la variedad picual, con gran estabilidad, alto contenido en antioxidantes y un sabor potente con amargor equilibrado.

En Sierra de Segura y Sierra Mágina, el picual sigue reinando desde tiempos inmemoriales. Estas zonas de alta montaña producen aceites con personalidad única, moldeados por la altitud y el suelo. En la Subbética cordobesa, el aceite de Priego de Córdoba brilla por su intensidad y equilibrio. La mezcla de hojiblanca, picual y picudo crea aceites complejos, con frutado intenso y notas herbáceas.

Estepa, en Sevilla, destaca por sus aceites de recolección temprana. Predomina la hojiblanca, la arbequina y la manzanilla sevillana. Su producción controlada de aceites garantiza una calidad superior, con notas frutadas y amargor moderado. En la Sierra de Cádiz, el lechín de Sevilla, combinado con hojiblanca y picual, da aceites equilibrados y persistentes. Esta zona, antes poco reconocida, ha ganado prestigio gracias a la recuperación de variedades autóctonas y su apuesta por la producción ecológica y sostenible.

Cada denominación de origen es un legado de siglos.

Naturaleza y trabajo humano se combinan para crear aceites inigualables. Andalucía no solo es el mayor productor mundial, sino también el guardián de una tradición milenaria. Un legado que ha forjado lo que muchos consideran el mejor aceite de oliva del mundo.

Extremadura: Tradición y resistencia del olivar

Finalmente, llegamos a Extremadura, una tierra de dehesas y sierras agrestes, donde los visigodos ya cultivaban el olivo con devoción. Esta región, históricamente vinculada a la trashumancia y a la explotación de sus suelos fértiles, ha sabido combinar la tradición con la evolución en el cultivo del olivo. Se dice que los romanos introdujeron las primeras almazaras en la zona, aunque fue bajo la dominación árabe cuando se perfeccionaron las técnicas de regadío y extracción, integrando el aceite en la vida cotidiana de la población.

En Monterrubio de la Serena, el olivo es testigo del paso de la historia, desde la expansión islámica hasta la repoblación cristiana, que consolidó su producción en la región.

Su aceite, dorado y denso, se extrae de las variedades cornezuelo y picual, aportando un perfil robusto y con carácter. La combinación de suelos arcillosos y el clima extremo de la región contribuyen a aceites con un amargor moderado y notas a frutos secos.

Más al norte, en Gata-Hurdes, los olivares crecen en un paisaje indómito y de difícil acceso, donde la variedad manzanilla cacereña brilla con luz propia. Este aceite, de perfil frutado y dulzón, recuerda los días de antiguas almazaras de piedra donde los campesinos, con manos curtidas por el tiempo, extraían el oro líquido que aún hoy define el carácter de la región. Su textura sedosa y su equilibrio entre dulzura y amargor hacen de este aceite un tesoro gastronómico de la región. La combinación con el cornezuelo aporta una complejidad de matices que destilan siglos de historia en cada gota.

Los aceites de Extremadura, menos conocidos que los de Andalucía o Castilla-La Mancha, son el reflejo de un territorio que ha mantenido su esencia a lo largo de los siglos. Son aceites con carácter, marcados por su paisaje agreste y la resiliencia de sus gentes, que han convertido el olivar en un pilar fundamental de su cultura y su economía. A través de cada botella de aceite extremeño se percibe la huella de su historia, un testimonio líquido de la riqueza y la tradición de esta tierra única.

Somos el mejor aceite de oliva del mundo

El viaje podría continuar hasta agotar la memoria del olivar español. Pero cada botella de aceite es el último capítulo de una historia milenaria, un testimonio líquido del esfuerzo y la pasión que han dado forma al mejor aceite de oliva del mundo. Su excelencia no es casualidad; es el resultado de una geografía privilegiada, un clima idóneo y un saber hacer transmitido a lo largo de generaciones.

Los aceites españoles se distinguen por su extraordinaria diversidad.

Desde los frutados intensos con notas de tomate y almendra de la variedad picual, hasta los aceites más dulces y delicados de arbequina, cada denominación de origen ofrece una experiencia única. La cornicabra aporta un amargor y picante inconfundibles, mientras que la hojiblanca se despliega en una gama de matices herbáceos y frutales que evocan la tierra de la que proviene.

En su sabor está el sudor del labrador, la cadencia pausada de la recolección, el murmullo del viento entre las ramas y el sol abrasador que baña los campos durante generaciones. Cada gota es un compendio de paciencia, tradición y orgullo, con un aroma que evoca campos bañados por el sol y un sabor que despliega matices de almendra, hierba fresca y frutos secos. La calidad excepcional de estos aceites ha sido reconocida mundialmente, con premios y distinciones que confirman su lugar en la élite de la gastronomía.

No cabe duda de que el mejor aceite de oliva del mundo no es solo un condimento; es la esencia misma de una cultura, el testimonio de un pueblo que convirtió la tierra en arte líquido, en una ofrenda dorada al paladar y a la historia.

Es la alquimia perfecta entre el trabajo del hombre y la generosidad de la naturaleza, un legado que sigue escribiéndose en cada cosecha. Miguel Alemany

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