En este nuevo mundo, marcado por una pandemia y una guerra en suelo europeo, el histórico modelo alemán de energía barata y exportaciones de alto valor añadido muestra una corrosión terminal, lo que lleva a algunos a declararlo muerto. Esto no es simplemente una recesión cíclica; es un desmoronamiento sistémico.
Si hace 15 años, Alemania era el alumno estrella en una Europa devastada por la crisis, hoy, su prolongado estancamiento económico y los recurrentes problemas de su sector industrial, especialmente en el sector del automóvil, copan los titulares. Las reformas y las inversiones siguen siendo esquivas mientras el declive cobra impulso, y las superpotencias mundiales, Estados Unidos y China, no miran atrás ni hacen prisioneros. Los políticos alemanes no se ponen de acuerdo sobre una solución, lo que deja a los ciudadanos a soportar las consecuencias. El reflejo de esta cruda realidad es el descenso del nivel de vida que sufre su población, un fenómeno prácticamente inédito en tiempos de paz, si dejamos a un lado el año de la COVID. La otrora alabada etiqueta «Made in Germany» está perdiendo su brillo, empañada por el aumento de los costes y una competencia global más feroz.
Alemania: Una década perdida
Ningún análisis es tan revelador como los datos macroeconómicos publicados esta semana. El PIB per cápita de Alemania ha retrocedido casi una década. Las cifras recientes de Eurostat muestran que la renta per cápita de los alemanes cayó en 2024 hasta los 36.130 euros, niveles que no se veían desde 2016 (excluyendo el año 2020, afectado por la COVID). En otras palabras, la economía alemana no ha avanzado nada en ocho años. Friedrich Schaper y Jari Stehn, analistas de Goldman Sachs, lo expresan sin rodeos: «Desde finales de 2019, las estadísticas son bastante sorprendentes [en el mal sentido]. El PIB de Alemania se ha mantenido plano durante ese período, mientras que el resto de la zona euro ha crecido un 5% y Estados Unidos un 11%». Desde 2019 hasta ahora, el PIB per cápita es un 1,6% inferior, a pesar de que Alemania experimentó una de las recesiones más pequeñas durante la COVID. Este estancamiento no es solo un inconveniente, sino un presagio de problemas estructurales más profundos que amenazan la futura prosperidad de Alemania.
Aunque sólo por cuestión de décimas, la economía alemana se contrajo tanto en 2023 como en 2024. Esto no había ocurrido durante dos años consecutivos desde 2002-2003, y ahora se teme un tercer año consecutivo de crecimiento negativo. Para ver algo así, habría que remontarse a antes de la reunificación de Alemania en 1990. Las perspectivas para 2025 no son mejores. La población seguirá creciendo debido a la inmigración, mientras que las previsiones del PIB son malas. El último banco en recortar sus previsiones ha sido JP Morgan, que ha reducido el crecimiento a cero para 2025. Esto, combinado con un aumento esperado de la población, conducirá a un nuevo descenso de la renta per cápita, lo que llevará a Alemania a encadenar cuatro años consecutivos de descenso del nivel de vida alemán, algo impensable hace tan sólo unos años. Las implicaciones son de gran alcance y podrían alimentar el malestar social y la inestabilidad política.
Una tormenta perfecta.
Muchos factores contribuyen a esta tormenta perfecta, pero existe un consenso generalizado en que la crisis se deriva del propio modelo hegemónico (la proporción de bienes producidos en Alemania que se exportan supera el 50% del PIB) y de su impacto en la industria. Alemania ha pasado de un milagro económico a una auténtica crisis existencial. La producción industrial ha caído un 15% desde 2018, y el número de personas empleadas en el sector manufacturero ha descendido un 3%. La columna vertebral de la economía alemana se está desmoronando.
Los fabricantes de la industria metalúrgica y eléctrica alemana, lastrados por los costes, podrían despedir hasta 300.000 trabajadores en los próximos cinco años, según Stefan Wolf, presidente de un grupo de presión del sector. «La desindustrialización está en pleno apogeo», afirma Wolf, quien añade que más de 300.000 millones de euros en capital de inversión han salido de Alemania desde 2021. Aparte de factores temporales, como la brusca subida de los tipos de interés tras la pandemia, nadie duda de que la explosión de los precios de la energía derivada de la guerra de Ucrania ha golpeado con fuerza a la industria local. «La crisis energética ha afectado especialmente a Alemania, ya que dependía en gran medida del gas ruso. Alemania tiene una producción muy intensiva en energía (es decir, por cada unidad de producto necesita mucha energía) y su economía está muy centrada en la actividad manufacturera. Por lo tanto, es natural que el aumento de los precios de la energía haya tenido un efecto mayor en Alemania que en otros países», sintetiza Schaper desde Goldman Sachs. Los mayores costes han puesto en serios aprietos a gigantes como BASF y Bosch y han provocado despidos en el sector. No se trata de incidentes aislados, sino de síntomas de un malestar más profundo.
Sin embargo, poco a poco han ido proliferando los análisis que certifican que el desgaste del modelo comenzó incluso antes de la pandemia y el principal sospechoso del «crimen» al que apuntan todos los dedos es China. «Alemania está muy expuesta a China. Esto ha sido un gran activo en el pasado porque China ha crecido mucho. Pero en los últimos años el crecimiento en China se ha desacelerado, por lo que Alemania ha vendido menos bienes a China. Además, China se ha convertido en un competidor mayor con el tiempo, especialmente en los últimos dos o tres años. China ahora produce bienes que se parecen más a los que produce Alemania. En esencia, China ha pasado de ser un destino clave de exportación a convertirse en un competidor clave y ha ganado cuota de mercado, particularmente en sectores en los que Alemania ha experimentado grandes aumentos de costes», explica Schaper. Si Alemania había hecho «fortuna» con sus exportaciones de bienes de alto valor añadido a China, ahora ve cómo sus marcas instaladas allí (especialmente las automovilísticas) sufren por la menor demanda en el país asiático (el consumo no se recupera y la oferta local es muy competitiva) mientras, al mismo tiempo, los nuevos y más baratos coches chinos inundan Europa. Una estocada letal para el siempre tan ensalzado modelo alemán. La industria del automóvil, antaño símbolo de la destreza de la ingeniería alemana, se enfrenta ahora a una amenaza existencial.
Alemania y la sombra de Trump
Durante la Gran Recesión, la economía china crecía a un ritmo del 10% o más anual, absorbiendo bienes e impulsando el comercio mundial y la economía global. Hoy, la economía china crece a la mitad de ese ritmo y el volumen del comercio mundial se ha estancado, según la Organización Mundial del Comercio. Sin unos mercados de exportación de rápido crecimiento, el modelo alemán «está muerto», declara tajante Jacob Kirkegaard, investigador del Peterson Institute for International Economics de Washington, con sede en Bruselas. Y más «muerto» puede estar el modelo si se cumplen las amenazas que llegan del otro lado del Atlántico. Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca con unos aranceles agresivos que pueden acabar de quemar la máquina exportadora alemana. Los aranceles universales propuestos por Trump de entre el 10% y el 20% (los que afectarían a Europa) suponen una clara amenaza para Berlín, que ha visto cómo el «amigo» estadounidense le ha seguido comprando mientras Pekín, su socio comercial por excelencia en las últimas décadas, se alejaba.
En concreto, las exportaciones a EE.UU. representan alrededor del 3,8% del PIB alemán y suponen el 10% del total de las exportaciones del país. «China ha ascendido en la cadena de valor y ya no impulsa el crecimiento basado en las exportaciones de Alemania. Si EE.UU. se vuelve proteccionista, Alemania está perdida», publicó recientemente en un post de X Daniel Kral, analista de Oxford Economics, en el que empleó la expresión is cooking, que puede traducirse al castellano como «está perdida» o «acabada». El roto puede ser especialmente grande para el doliente sector del automóvil. «No hace falta mucha imaginación para imaginar que los aranceles de EE.UU. sobre los coches europeos sumirán a la industria automovilística alemana en problemas más profundos», avanzaban desde ING cuando Trump ganó las presidenciales. El emblema nacional, Volkswagen, y otras firmas históricas como BMW o Mercedes-Benz no dejan de encadenar titulares negativos en la prensa: sucesivos recortes de estimaciones de beneficios, vaivenes constantes en la demanda china, cierre de plantas incluso en suelo alemán, retroceso en ventas ante los modelos chinos más baratos… El estacazo comercial por parte de Trump sería el «tiro de gracia». Esta serie de amenazas oscurece aún más las perspectivas sobre el coche alemán. En un informe reciente, la casa de análisis Capital Economics calculaba que la producción alemana de automóviles menguará un 20% la próxima década. En otras palabras, uno de cada cinco coches que produce Alemania «desaparecerá». Otras voces insisten en que el «enemigo» no está sólo a miles de kilómetros, sino también en casa.
La patronal de la industria alemana lo dejó muy claro en un testimonio reciente: «El crecimiento de la industria en particular ha sufrido una ruptura estructural. La crisis económica es algo más que una consecuencia de la pandemia y de la invasión rusa de Ucrania. Los problemas son de cosecha propia y el resultado de una debilidad estructural desde 2018 que los gobiernos no han sabido atajar. Se necesita urgentemente inversión pública en infraestructuras modernas, en la transformación y la resiliencia de nuestra economía». «Alemania tiene una serie de problemas estructurales más amplios, como el grado de regulación al que se enfrentan las empresas emergentes y la falta de inversión pública. En conjunto, durante los últimos años, estos problemas han colocado al país en una posición menos competitiva. Si se toma todo eso en conjunto, se explica en buena parte el bajo rendimiento», apostillan desde Goldman Sachs. Un diagnóstico que viene haciendo desde hace tiempo Achim Wambach, presidente del prestigioso Centro Leibniz para la Investigación Económica Europea (ZEW por sus siglas en alemán). «Los costes de la energía en Alemania han subido, la globalización se ralentiza y la transición energética es cada vez más cara. A esto se añaden problemas de cosecha propia: altos costes burocráticos y elevados tipos del impuesto de sociedades», enumeró en una entrevista con elEconomista.es.
Parálisis política
Con todos estos problemas sobre la mesa, la ciudadanía mira hacia los políticos, pero no encuentra respuesta. Hace unos 20 años, el socialdemócrata (SPD) Gerhard Schröder, ahora repudiado por su cercanía a Vladímir Putin, encabezó una serie de reformas, especialmente del mercado laboral, que permitieron al país salir del marasmo que lo había convertido en el «hombre enfermo de Europa», según lanzó con cierta malicia la prensa financiera anglosajona. Después, la sempiterna Angela Merkel se subió al tren en marcha y dejó que la locomotora siguiese a buen ritmo, pero en medio del camino tomó una decisión que ahora pesa a más de uno: un rápido abandono de la energía nuclear que aumentaba la dependencia de Moscú. Ahora, el escenario político está mucho más fragmentado y no se vislumbra un horizonte claro tras las trascendentales elecciones federales del 23 de febrero. El último canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, se ha quemado al frente de un frágil gobierno con constantes peleas entre socialistas, verdes y liberales. La debilidad del Ejecutivo en un mundo lleno de peligros y amenazas geopolíticas complicó la situación y ahora se antoja difícil que un punto de inflexión en el poder pueda ser un revulsivo.
Mientras el descontento ciudadano ha dado más alas a la formación de ultraderecha Alternativa por Alemania (AfD), segunda fuerza política en las últimas elecciones y que viene prometiendo salir de la Unión Europea, ante unas fuerzas políticas tradicionales que no parecen ser vistas como el revulsivo necesario. Difícil papeleta la del actual vencedor de los últimos comicios alemanes Friedrich Merz, de la CDU, que es el nuevo canciller de Alemania. Este partido ha prometido mejorar la situación con bajadas de impuestos y reducción de la burocracia, pero están siendo ambiguos con las inversiones necesarias. Con una deuda pública del 60% del PIB, Alemania tiene mucho más margen fiscal que sus vecinos europeos para sacar la pólvora.
¿Make Germany Great Again?
Fijándose en las ideas económicas de los partidos políticos, para los analistas de ING resulta cada vez más evidente que, incluso en el mejor de los casos, con reformas e inversiones, cualquier nuevo gobierno no intentará reformar el viejo modelo económico, sino más bien tratará de rejuvenecerlo. «Menos burocracia, algunas reducciones de impuestos para estimular el gasto y las inversiones, posiblemente intentos de reducir los costes de la energía y la inversión en infraestructuras: todo ello figura en la lista de deseos de cualquier economista europeo, y un estímulo del crecimiento para la economía, al menos temporalmente. Otra cuestión muy distinta es si estas medidas serán realmente suficientes para competir con China y EEUU», plantea Carsten Brzeski, habitual «doctor» de la dolorida economía alemana. Desde el banco holandés, Brzeski deja una serie de recetas para que, parafraseando a los acólitos de Trump, sea posible hacer que Alemania vuelva a ser grande. En el crítico frente de la energía, el analista pide aumentar las inversiones en energías renovables e innovación, presentando al mismo tiempo «una mejor manera de acompañar esta transición garantizando importaciones de energía seguras y estables, subsidiando los precios de la energía para garantizar precios estables y/o replanteando las centrales nucleares». En la dicotomía con China (seguir siendo dependiente es peligroso, poner tierra de por medio es perder cuota de mercado), Brzeski propone una forma más disruptiva de lidiar con el problema: «Concentrarse completamente en nuevos sectores que no sean propensos a la competencia china. Esto requeriría una reestructuración completa de la economía o, al menos, de la industria; en otras palabras: una disrupción creativa schumpeteriana». La alusión al célebre economista Joseph Schumpeter se debe a que es el padre del concepto de la destrucción creativa. Según su teoría, hay un «proceso de mutación industrial que incesantemente revoluciona la estructura económica desde dentro, destruyendo incesantemente la antigua, creando incesantemente una nueva». Para recuperar la competitividad, continúa el economista jefe de ING, Alemania necesita una ofensiva.
Autor: Dr. Ismael Santiago. Profesor de Finanzas. Universidad de Sevilla